BELLEZA NEGATIVA

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LA RAZÓN. JUEVES 8 DE AGOSTO DE 2002

Antonio García-Trevijano Forte

 

     Parece una idea absurda o un contrasentido del lenguaje. Se puede debatir sobre el carácter objetivo o subjetivo de lo bello que nuestros sentidos perciben en casos concretos y particulares. Se puede sostener que la belleza atribuida a todo lo que nos parece bello no tiene otro origen, ni más valor, que el de una convención social. Se puede afirmar incluso que la belleza, como todas las ideas universales, sólo es un nombre que designa un ideal sin existencia, ni posibilidad de existencia, en el mundo de las realidades. Lo que no parece coherente es negar a la belleza, concebida como ideal, convención o realidad, no ya su existencia, sino su propia esencia. Y, sin embargo, ésa es la función histórica que está cumpliendo con éxito arrollador el arte actual.

     En la teoría estética, Schopenhauer creó el concepto de lo «bonito negativo» para designar el valor que le merecían las representaciones artísticas de lo repugnante y lo horrible. Con más pretensiones, Paul Valery habló de lo «bello negativo» para indicar la condición negativa de todo lo inefable o indefinible. Pero mi tesis estética sobre la «belleza negativa» no deriva de esos antecedentes filosóficos, sino de la propia historia de la belleza como valor. Una historia que comienza antes que el arte, pues de otro modo a nadie se le habría ocurrido imitar sus manifestaciones naturales.

     Hasta el final del romanticismo, la humanidad sólo conoció dos tipos de belleza, la natural y la revelada por los genios del arte. Aquélla procedía de la naturaleza creada por Dios y ésta de la inspiración divina de los autores de obras bellas. Pero la muerte de Dios, anunciada por Zaratrusta, no era sólo un acontecimiento referente a la fe religiosa, sino un designio de aquella modernidad inicial que interpretó el advenimiento de las masas, primero a la política y luego al consumo, como signo de la muerte de Dios y de todas sus excelencias. Entre ellas, la de la belleza.

     No era justo que la belleza natural en el cuerpo humano creara tanta desigualdad social. Como sólo se iguala por abajo, la industria de la moda uniformó el aspecto de jóvenes y adultos con un mínimo de tela y un máximo de aparente sexualidad. La elegancia pasó a ser una antigualla.

     Esteticistas y cirujanos plásticos igualan los rostros. Tampoco era justo tanta diferencia de belleza natural entre los paisajes municipales. Y como sólo se igualan urbanizándolos, se uniformaron costas, valles y montañas con el aspecto de una misma población. La belleza natural, retirada de la Naturaleza inmediata, tuvo que recrearse en los parques de la ciudad.

     Pero no hay mayor injusticia, ni mayor separación en el destino de las vidas individuales, que las ocasionadas por la enorme diferencia de talentos. Esta desigualdad sólo podía remediarla el bajo nivel del sistema educativo, la igualación de las rentas profesionales y la distribución de subvenciones. Con las cenizas del nazifascismo, el Estado de los partidos emprendió las reformas reclamadas por la envidia social. La democracia material no podía tolerar que la belleza artística fuera patrimonio exclusivo de unos pocos genios en cada generación.

     La producción y el consumo de cultura exigían un tipo igualitario de belleza negativa, que nadie comprendiera y todos pudieran crear y admirar. Bastó trasladar al arte la necesidad de novedades sin contenidos nuevos, o incompletas de significado, que la sociedad de la información requiere para abastecer la insatisfacción. Tamaños colosales reemplazan la anterior grandeza de la obra de arte. Nuevos materiales sólidos pegados a las telas hacen innecesario el oficio de pintor. La abstracción no admite grados que permitan referirla a algo real que la memoria de las emociones pueda recordar. Las artes de la belleza negativa no inquietan ni emocionan. Pero, con la disonancia de lo informe, fundaron el «estilo resignación».

Discurso a los Electores de Bristol – Edmund Burke (1774)

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3 de noviembre de 1774.

     «Me debo en todas las cosas a todos los vecinos de esta ciudad. Mis amigos particulares tienen sobre mí el derecho a que no defraude las esperanzas que en mí han depositado. Nunca hubo causa que fuera apoyada con más constancia, más actividad, más espíritu. He sido apoyado con un celo y un entusiasmo por parte de mis amigos, que -de haber sido su objeto proporcionado a sus gestiones- nunca podría ser suficientemente alabado. Me han apoyado basándose en los principios más liberales. Deseaban que los diputados de Bristol fueran escogidos para representar a la ciudad y al país y no para representarles a ellos exclusivamente.

     Hasta ahora no están desilusionados. Aunque no posea nada más, estoy seguro de poseer el temple adecuado para vuestro servicio. No conozco nada de Bristol, sino los favores que he recibido y las virtudes que he visto practicadas en esta ciudad.

     Conservaré siempre lo que siento ahora: la adhesión más perfecta y agradecida de todos mis amigos- y no tengo enemistades ni, resentimiento. No puedo considerar nunca la fidelidad a los compromisos y la constancia en la amistad sino con la más alta aprobación, aun cuando esas nobles cualidades se empleen contra mis propias pretensiones. El caballero que no ha tenido la misma fortuna que yo en esta lucha, goza, a este respecto de un consuelo que le hace tanto honor a él como a sus amigos Estos no han dejado, ciertamente, nada por hacer en su servicio.

     Por lo que hace a la petulancia trivial que la rabia partidista provoca en mentes pequeñas, aunque se muestre aun en este tribunal, no me liaría la más ligera impresión. El vuelo más alto de tales pájaros queda limitado a las capas inferiores del aire. Les oímos y les vemos como cuando vosotros, caballeros, gozáis del aire sereno de vuestras rocas elevada, veis las gaviotas que picotean el barro de vuestra ría, dejado al descubierto por la marea baja.
     Siento no poder concluir sin decir una palabra acerca (le un tema que ha sido tocado por mi digno colega. Desearía que se hubiese pasado por alto el tema, porque no tengo tiempo para examinarlo afondo. Pero ya que él ha considerado oportuno aludir a él, os debo una clara explicación de mis pobres sentimientos acerca de esta materia.
     Os ha dicho que «el tema de las instrucciones ha ocasionado muchos altercados y desasosiego en esta ciudad» y, si le he entendido bien, se ha expresado en favor de la autoridad coactiva de las referidas instrucciones.
     Ciertamente, caballeros, la felicidad y la gloria de un representante, deben consistir en vivir en la unión más estrecha, la correspondencia más íntima y una comunicación sin reservas con sus electores. Sus deseos deben tener para él gran peso, su opinión máximo respeto, sus asuntos una atención incesante. Es su deber sacrificar su reposo, sus placeres y sus satisfacciones a los de aquéllos; y sobre todo preferir, siempre y en todas las ocasiones el interés de ellos al suyo propio.
     Pero su opinión imparcial, su juicio maduro y su conciencia ilustrada no debe sacrificároslos a vosotros, a ningún hombre ni a grupo de hombres. Todas estas cosas no las tiene derivadas de vuestra voluntad ni del derecho y la constitución. Son un depósito efectuado por la Provincia, de cuyo abuso es tremendamente responsable. Vuestro representante os debe, no sólo su industria, sino su juicio, y os traiciona, en vez de serviros, si lo sacrifica a vuestra opinión.
     Mi digno colega dice que su voluntad debe ser servidora de la vuestra. Si eso fuera todo, la cosa es inocente. Si el gobierno fuese, en cualquier parte, cuestión de voluntad, la vuestra debería, sin ningún género de dudas, ser superior. Pero el gobierno y la legislación son problemas de razón y juicio y no de inclinación y ¿qué clase de razón es esa en la cual la determinación precede a la discusión, en la que un grupo de hombres delibera y otro decide y en la que quienes adoptan las conclusiones están acaso a trescientas millas de quienes oyen los argumentos?
     Dar una opinión es derecho de todos los hombres; la de los electores es una opinión de peso y respetable, que un representante debe siempre alegrarse de escuchar y que debe estudiar siempre con la máxima atención. Pero instrucciones imperativas, mandatos que el diputado está obligado ciega e implícitamente, a obedecer, votar y defender, aunque sean contrarias a las convicciones más claras de su juicio y su conciencia, son cosas totalmente desconocidas en las leyes del país y surgen de una interpretación fundamentalmente equivocada de todo el orden y temor de nuestra constitución.
     El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros, debe sostener, como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general que resulta de la razón general del todo. Elegís un diputado; pero cuando le habéis escogido, no es el diputado por Bristol, sino un miembro del Parlamento. Si el elector local tuviera un interés o formase una opinión precipitada, opuestos evidentemente al bien real del resto de la comunidad, el diputado por ese punto, debe, igual que los demás, abstenerse de ninguna gestión para llevarlo a efecto. Os pido perdón por haberme extendido en este punto. Me he visto involuntariamente obligado a tratar de esto; pero quiero tener siempre con vosotros una franqueza respetuosa. Vuestro fiel amigo y devoto servidor, lo seré hasta el fin de mi vida; un adulador no lo deseáis. En este punto de las instrucciones, sin embargo, creo apenas posible que podamos tener ninguna especie de discrepancia. Acaso sea excesiva la molestia que os doy al tratarlo.
     Desde el primer momento en que se me alentó a solicitar vuestro favor, hasta este feliz día en que me habéis elegido, no he prometido otra cosa, sino intentos humildes y perseverantes de cumplir con mi deber. Confieso que el peso de ese deber me hace temblar y quienquiera que considere bien lo que significa rehuirá, despreciando toda otra consideración todo lo que tenga la más ligera probabilidad de ser un compromiso positivo y precipitado. Ser un buen miembro del parlamento es, permitidme decíroslo, una tarea difícil; especialmente es este momento en que existe una facilidad tan grande de caer en los extremos peligrosos de la sumisión servil y de la populachería. Es absolutamente necesario unir la circunspección con el vigor, pero es extremadamente difícil. Somos ahora diputados por una rica ciudad comercial; pero esta ciudad no es, sin embargo, sino una parte de una rica nación comercial cuyos intereses son variados, multiformes e intrincados. Somos diputados de una gran nación que, sin embargo, no es sino parte de, un gran imperio, extendido por nuestra virtud y nuestra fortuna a los límites más lejanos de oriente y occidente. Todos estos vastos intereses han de ser considerados, han de ser comparados, han de ser, en lo posible, reconciliados.
     Somos diputados de un país libre y todos sabemos, indudablemente, que la maquinaria de una constitución libre no es cosa sencilla; sino tan intrincada y delicada como valiosa. Somos diputados de una monarquía grande y antigua y tenemos que conservar religiosamente los verdaderos derechos legales del soberano que forman la piedra clave que une el noble y bien construido arco de nuestro imperio y nuestra constitución. Una constitución hecha con poderes equilibrados tiene que ser siempre una cosa crítica. Como tal he de tratar aquella parte de la constitución que quede a mi alcance. Conozco mi incapacidad y deseo el apoyo de todos. En particular aspiro a la amistad y cultivaré la mejor correspondencia con el digno colega que me habéis dado.
     No os molesto más que para daros otra vez las gracias; a vosotros, caballeros, por vuestros favores; a los candidatos por su conducta templada y cortés y a los sheriffs por una conducta que puede servir de modelo a todos los que desempeñan funciones públicas.»
Edmund Burke
CRITERIO POLÍTICO:

Pentecostés Político por Antonio García-Trevijano Forte

 

 

FRACASO REVOLUCIONARIO

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Antonio García-Trevijano Forte

 

     La idea no era nueva. Utopistas y filósofos habían imaginado cosas parecidas. La Declaración Americana decía casi lo mismo. Pero en la francesa del 89 hubo algo radicalmente original en el modo y espectacularmente revolucionario en el efecto.

     En el modo, la soberanía real se maridaba con la hegemonía intelectual. Telémaco y Emilio, para pregonar con altavoz que todos los seres humanos eran iguales en derechos, y para limitar el fin del Estado y la preservación de esos derechos individuales, especialmente los de libertad y resistencia a la opresión.

     Poco importaban las circunstancias, nada edificantes, de la génesis de esa Declaración que, como Revolución anunciada, ponía el énfasis en el fin y no en el medio de realizarla. Lo decisivo fue el resultado. El descubrimiento repentino del lado oculto de la luna. La relación de poder contemplada desde el punto de vista de los gobernados.

     En el efecto, la onda expansiva de este explosivo descubrimiento conmovió de terror a todas las jerarquías y cancillerías de Europa, y de esperanza, que aún perdura, a todos los pueblos del mundo. Francia no anunciaba una simple revolución histórica, como la inglesa y la americana, donde la sociedad civil impregnaría con su sello liberal o igualitario a la Constitución del Estado, sino la revolución de la Historia. La entrada del estado de naturaleza en la sociedad civil y la salida del hombre del estado de minoría.

     Cualquiera que fuese el resultado francés, triunfase o fracasase en su propósito constituyente, el efecto revolucionario de esta Declaración universal estaba irreversiblemente producido, y legitimado, con el entusiasmo moral levantado en los espectadores, que tanto impresionó a Kant. Pero el fracaso no fue indiferente para la suerte política de las futuras generaciones del continente europeo, como no lo es para las actuales, el conocimiento de la causa de aquella tragedia que malogró, en el teatro de los acontecimientos, la esperanza de emancipación.

     Lo que hoy reconocemos, lo que realizamos de aquella promesa revolucionaria son los desechos termidorianos y napoleónicos, cuidadosamente seleccionados por Constant y los doctrinarios franceses. Con ellos, el sindicato de los profesionales del poder ha reconstruido la moderna oligarquía, el oligopolio del mercado político. No hay, por eso, empresa intelectual de mayor interés que la de indagar la causa primordial del fracaso constituyente de aquella Declaración, efectivamente revolucionaria.

     ¿Dónde estuvo el defecto? ¿En la abstracción metafísica de su contenido? ¿En el uso de materiales inadecuados para la construcción política proyectada? ¿En la ignorancia y tenebrosa violencia de las masas? ¿En haber seguido la estrategia reformista de Necker en lugar de la rupturista de Condorcet? ¿En la falta de talento y de moralidad de los tenores constituyentes? ¿En la doblez y traición de Luis XVI?

     La primera crítica, la de la abstracción metafísica, partió curiosamente de los propios diputados de la Asamblea. El día 27 de agosto del 89, cuando todos esperaban continuar el debate sobre los puntos pendientes de la Declaración, Bouche señaló la contradicción entre “el orden del día y el orden de las necesidades”, proponiendo “salir de la vasta región de las abstracciones del mundo intelectual” para volver al mundo real de la Constitución. Lo paradójico fue que esos “mil doscientos metafísicos”, que habían perdido sesenta días en la bizantina discusión de si primero debía ser la Constitución o la Declaración, aprobaran esa moción con unánime diligencia.

     La metafísica y utopía nunca habían sido, sin embargo, cargas de profundidad que pudieran hacer naufragar a las constituciones revolucionarias de un nuevo orden político, sino más bien sus habituales compañeras de viaje. Desde la primera de Moisés a las últimas de Lenin o Mao. ¿Hay algo más abstracto y gratuito que la idea de un Dios pactando personalmente una alianza con el autoritario representante de una tribu elegida? ¿Existe cuestión metafísica más elevada que la de una Historia que determina, para su propio desarrollo y cumplimiento, a una clase social elegida?

     Además, los conceptos metafísicos de soberanía nacional y voluntad general eran armas apropiadas para superar, o al menos equilibrar, la no menos metafísica idea de la “encarnación” de la soberanía en la persona del Rey por la gracia divina. También sirvieron para ocultar con velos filosóficos la usurpación del poder constituyente por los diputados.

     La segunda objeción contrarrevolucionaria, la de haber empleado materiales inadecuados, porque no se trataba de construir sobre un solar, como los americanos, sino de reformar un valioso y antiguo palacio, tampoco es pertinente.

     La influencia de la Declaración americana fue más aparente que real, más formal que sustancial. Las ideas de Versalles parecían literalmente las mismas que las de Virginia y Filadelfia. Pero su sentido, su empleo estratégico y su función política divergieron profundamente.

     Los americanos utilizaron la elevación moral para vencer. Los franceses, la elevación intelectual para convencer. Los primeros pronunciaron arengas para entrar, sin compromiso, en un combate decisivo. Los segundos emitieron discursos retóricos para salir comprometidos de un debate indeciso. Los colonos hicieron un llamamiento a la movilización popular. Los intelectuales “invocaron más altamente a la razón” para alejarse del pueblo. Los americanos “sabían” que la Constitución tenía que ser el reflejo de la modificación de la relación de fuerzas, una vez derrotada y expulsada la soberanía del monarca inglés. Los franceses “creían” que la realidad sería reflejo de la Declaración, y de su consecuente Constitución.

     Los derechos naturales del hombre fueron, para los americanos, un medio de corregir los defectos de su primera Constitución. La segunda y las Enmiendas de 1791 introdujeron el mando y la responsabilidad personal del sistema presidencial, junto con la idea realista de que todo poder abusa si no está frenado por otro poder. Para los franceses, los derechos naturales fueron el fin constitucional del poder legislativo, bajo la idea optimista de que, por definición, la Asamblea no podía abusar de su poder.

     La más injusta objeción contrarrevolucionaria, que todavía conserva amplia vigencia, atribuye el fracaso revolucionario a la falta de madurez y de experiencia liberal del pueblo. Quien contesta es Kant. “Confieso no poder hacerme muy bien a esta expresión que usan los hombres sensatos: un cierto pueblo tratando de elaborar su libertad legal no está maduro para la libertad. Los siervos de la tierra no están maduros para la libertad, y tampoco los hombres están todavía maduros para la libertad de conciencia. En una hipótesis de este género la libertad no se producirá jamás, porque no se puede madurar para la libertad si no se ha sido puesto previamente en libertad”.

     La misma hipótesis contrarrevolucionaria fue empleada luego contra el sufragio de los no propietarios, de los no contribuyentes y de las mujeres, contra la emancipación de los esclavos, contra la independencia de las colonias; y, todavía hoy, contra la auténtica democracia formal, contra el sistema electoral de libres mayorías sin censo previo de elegibles. La Constitución española, al imponer el sistema electoral de listas, elaboradas por una docena de personas, demuestra el grado de confianza que la clase política tiene en la “madurez” del pueblo.

     Los hechos históricos tampoco favorecen esta interpretación reaccionaria. Antes de la huida de Luis XVI a Varennes la masa popular había tenido más instinto de la libertad y más sentido político que la Asamblea. Sin la Bastilla, sin los amotinamientos campesinos del “gran miedo” y sin la marcha de las mujeres parisinas a Versalles no es posible imaginar siquiera la abolición del feudalismo, que no estaba en el programa de la Asamblea, ni la aprobación Real de la Declaración de Derechos. Lo verdaderamente odioso de los crímenes que acompañaron a estos tres espontáneos movimientos populares, lo profundamente inmaduro no estuvo en el delito ocasional, sino en su legitimación por el Rey y los diputados que lo santificaban.

     No puede ser históricamente probado que el fracaso constituyente de la Declaración se debió a que la revolución fue metida a la defensiva dentro de la iniciativa reformista de Necker, dirigida desde el Estado, y a que no surgió de un movimiento consciente de ruptura desde la sociedad civil, como pudo haber ocurrido si hubiera prosperado la iniciativa de Condorcet contra la convocatoria de los Estados Generales, a través de una pirámide nacional de asambleas de propietarios.

     Las dos últimas hipótesis, el defecto de “condiciones subjetivas”, se reducen en realidad a la falta de talento de los constituyentes. La simulación de Luis XVI estuvo siempre fomentada por la “táctica de la ficción” de la Asamblea, empeñada en salvar la Monarquía creando ante la opinión pública la imagen de un Rey cuyo corazón deseaba regenerar su reino, pero cuya cabeza seguía los perversos consejos de la corte y la aristocracia. Como diseñador de esta imagen alcanzó Mirabeau su genialidad.

     El talento político se distingue por su capacidad para tomar y no perder la iniciativa en la dirección del movimiento constituyente. Basta un conocimiento somero de la historia para saber que la Asamblea, salvo en los seis días siguientes al golpe de mano de Sièyes (17 de junio), usurpando la soberanía nacional, jamás tuvo la iniciativa. Aunque sí el oportunismo de rentabilizar políticamente, junto con el Rey, las explosiones de violencia y las iniciativas espontáneas de unas masas abandonadas a su suerte.

     Esto no quiere decir que la Asamblea no contase con hombres extraordinariamente dotados. Pero sí que no lo estaban para dirigir una revolución. Nadie tuvo instinto “militar” para calibrar en cada momento la situación de las fuerzas sociales en presencia. Barnave, el primer intelectual que pensó en términos de clases sociales y que descubrió en la burguesía el factor social determinante de la situación revolucionaria, perdió sus posibilidades dirigentes cuando justificó demagógicamente los asesinatos del ministro Foulon y del intendente Bertier (22 de julio) con la famosa frase: “¿es que su sangre era tan pura?”.

     La Asamblea fue víctima de la profunda inmoralidad política de Mirabeau, aplaudido y no seguido; de la enfermiza vanidad, pavor al pueblo, dogmatismo intelectual y oportunismo personal de Sièyes, seguido y no aplaudido; de las intrigas del Duque de Orleans, ni aplaudido ni seguido; del formalismo jurídico de Mounier, respetado y abandonado; y de la manía de grandeza y mediocre inteligencia de Lafayette, querido y no escuchado.

     La comparación entre los tenores políticos de la Asamblea y los grandes talentos de la Revolución americana, Washington, Jefferson, Adams, Hamilton, Madison, o de la soviética, Lenin y Trotsky, aconseja pensar en una causa social que explique el defecto evidente de condiciones subjetivas en la etapa constituyente de la Revolución.

     Los prohombres del 89 revelaron la misma clase de insensibilidad para percibir las relaciones sociales de fuerza, la misma dificultad de adaptación de la nueva situación que la ostentosamente mostrada por la típica figura del “indiano”, en contraste con el dominio de las situaciones que caracteriza al “criollo”.

     Los autores de la Declaración de Derechos actuaron como el indiano que vuelve a los suyos para entrar en sociedad con un estatuto social adecuado a su reciente riqueza. Renegaron de la condición social heredada. Emigraron a un supuesto estado de naturaleza donde todos los seres tenían iguales derechos a la vida, a la libertad, a la propiedad y a la felicidad. Volvieron cargados con ese tesoro individual a la civilización de donde salieron. Llegaron al mismo punto de partida, pero revestidos de los ricos atributos recogidos en tan original excursión. Utilizaron su tesoro de valores universales para anudar nuevas relaciones sociales (sociedad civil) y para construir un nuevo edificio familiar (Estado) que preservara la riqueza de sus derechos individuales.

     El triunfo de la revolución “criolla” de la Declaración de Filadelfia pone de relieve la causa social de los defectos subjetivos que causaron el fracaso de la Revolución “indiana” de la Declaración de Versalles: la educación ilustrada de los miembros de la Asamblea, su fe en la Razón como única arma de convicción revolucionaria, su impermeable insensibilidad para percibir las relaciones sociales de fuerza, su confianza en el acuerdo de los poderes constituidos con la nueva riqueza moral del poder constituyente. El fracaso revolucionario de la Declaración expresa la imposibilidad histórica de una Revolución por consenso.

SOBERANIA

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     La soberanía es el poder que tiene el monopolio legal de la violencia.

En la República Constitucional la soberanía se disuelve con la división de poderes equilibrados, ninguno es soberano.

     La soberanía es un concepto obsoleto desde que la libertad y la democracia exigieron, como condición de existencia, la división de los poderes estatales. La soberanía popular es ficción infamante para los gobernados, de la que los gobiernos resueltos se sirven para destruir, con el aplauso de mayorías ignorantes, los valores de la excelencia que crea la Libertad.

     Desde que a Rousseau se le ocurrió la fantasía de hacer soberano al pueblo, los mayores crímenes de la humanidad se cometen en su nombre. Durante siglo y medio de soberanía parlamentaria no asomó el peligro de que en nombre del pueblo se legitimaran los desvaríos criminales de los gobiernos. El Estado de Partidos se apoderó del mito de la soberanía popular, para simular que lo encarna mediante su identificación con el pueblo.

     La soberanía, cualquier soberanía -la popular, la de clase social, la parlamentaria, la de partido único y la de partidos estatales- es incompatible con la libertad política y con la democracia política. La simple idea de separación y equilibrio de poderes estatales hace imposible la soberanía indivisible de alguno de ellos.

     En la República Constitucional la soberanía se disuelve con la división de poderes equilibrados, ninguno es soberano.

     El Estado de la República Constitucional tendrá la potestad exclusiva de sancionar las leyes, de darles fuerza coercitiva y de ejecutarlas, pero ninguna soberanía sobre la sociedad civil que lo fundamenta y legitima. la “res publica” es la sociedad civil; la República, su ordenamiento político; el Estado, la representación legal de su potestad.

Antonio García-Trevijano Forte

GLOBALIZACIÓN Y NACIONALIMO

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LA RAZÓN. JUEVES 30 DE AGOSTO DE 2001

Antonio García-Trevijano Forte

 

     Dos fenómenos radicalmente distintos, el separatismo y la globalización, producen víctimas mortales que hieren nuestro sentimiento ciudadano. Trataré de la globalización (hecho menos original de lo que piensa el ideólogo comunista Toni Negri, en su obra «Empire», ensalzada en el New York Times), cuando la protesta se manifieste en España. Hoy relaciono globalización y nacionalismo, para salir al paso de los errores que comienzan a caminar por los estrechos senderos intelectuales del nacionalismo periférico. Pues la visión nacionalista del amorfo fenómeno de la globalización y de la protesta internacionalista contra el desequilibrio entre continentes explotadores y explotados, es muy superficial y contradictoria.

     Por un lado, los intelectuales del nacionalismo gobernante interpretan la globalización política como síntoma de caducidad del Estado-nación y de la necesidad de federaciones estatales para dirigir el mercado universal. Idea que sirve a la derecha nacionalista para pedir su integración directa en el Imperio con el Estado-región. Pujol lidera esta visón. Por otro lado, en los nacionalismos de oposición se cree que la globalización económica ratifica la tendencia al imperialismo del capital internacional, y que las transnacionales dirigen los Estados del mundo, incluso el de EE.UU, contra las necesidades urgentes de la humanidad. Idea que justifica la unión de Independencia y Revolución, mediante terrorismo económico contra las empresas imperantes y terrorismo político contra los Estados-satélites del Imperio empresarial.

     Entendida como política internacional de las potencias en materia comercial y medioambiental, la globalización contradice la tendencia del separatismo a multiplicar los centros nacionales de decisión. El Estado-nación no decae por el hecho de que los grandes coordinen sus políticas económicas, a fin de imponer a los pequeños su concepción del comercio mundial y de las fianzas públicas, a través de los organismos internacionales que los dominan. Todavía no se ha producido un hecho político que altere la concepción clásica del derecho internacional, donde los únicos sujetos son los Estados-naciones. La visión de Pujol no refleja la realidad del porvenir en la Unión Europea.

     Entendida como protesta internacional de sectores marginados de la definición de los objetivos mundiales en las relaciones comerciales y en los modos no contaminantes de producir servicios o mercancías, la globalización reformista tiene el mismo carácter que la estabilizadora impulsada por los gobiernos. Ni antiestatal ni antiglobalizadora. Se trata de un movimiento indefinido de la oposición civil a la política concreta del G-8 y los organismos mundiales de comercio y circulación monetaria, por medio de manifestaciones espectaculares de la conciencia internacional, medioambiental y humanitaria de la juventud, para reorientar la acción de esos organismos hacia las prioridades vitales de toda la humanidad.

     Pero en esa protesta internacional, distinta en este aspecto de las rebeliones juveniles del 68 aunque similar en la ausencia de ambiciones y estrategias de poder, que determinó su fracaso, se han incrustado movimientos de violencia que buscan un nuevo sentido anarquista en la globalidad sin Estado y la potencia que les falta en sus organizaciones nacionales o sectoriales. Y, como en el 68, la espiral que crea la acción pacífica de grandes masas civiles, al ser perturbada por la violencia destructiva de grupos radicales, la provocación de infiltrados y la represión brutal de la policía, produce inseguridad en los medios gubernamentales y simpatía por la protesta pacífica en las masas gobernadas.

Publicación de Fernando Go en el grupo de facebook del MCRC: https://www.facebook.com/groups/republicaconstitucional/permalink/10152468139542043/

ESCLAVOS DE LA VERDAD

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EL MUNDO. LUNES 27 DE NOVIEMBRE DE 1995

Antonio García-Trevijano Forte

 

     La exhibición de fervor «juancarlista», hecha por los dirigentes de la opinión a los veinte años de la exaltación a la Jefatura del Estado del príncipe elegido por el dictador, me ha impresionado. Se ha reproducido en horas de inquietud de los gobernantes, la atmósfera irrespirable de aquella época de mito y de terror. Los jóvenes han podido revivir así la mitología de los veinticinco años de paz franquista orquestada por Fraga. Mutilación de la historia, silencio de la verdad y exhibicionismo de la chochez de la clase dirigente ante el jefe de Estado. En este «revival» cultural del franquismo, reencarnado en el mito juancarlista, no ha faltado nada. Ni la sensación cortesana en palacio, con la foto de familia consagrando el tocamiento real de cuellos escrofulados de corrupción; ni la sensación lírica en televisión, con el coro de querubines y serafines de la corte celestial, alados de inefables emociones, tan ingrávidas de inteligencia como de memoria. Más de un año de cárceles repletas de presos del Rey, mientras espíritus falsarios, convocados por mentes en blanco (Hermida) y amnésicas (Prego), entraban arrobados en éxtasis místico o etílico el día de la coronación.

     Como bajo el absolutismo, lo interesante está ya en la Corte. En la duración e intensidad del abrazo a Suárez. En la frialdad del saludo a Sabino Fernández Campo. En la risotada a Julio Anguita. En la puesta en rincón de González y Aznar para que se hablen. En los asomos de Pujol para no ser tapado por Sus Altezas. Ha bastado que el amigo financiero del Rey lance un SOS por chantaje a la Corona, como en el collar de Rohan a Maria Antonieta, para que el mundo político y mediático cambie la triste realidad en idílico cuento de hadas que tres conspiradores de fortunas tratan de acabar. Menos mal. Aquí están para evitarlo los lanzarotes de la verdad. Los que ayer dieron culto a la moralidad de González, y hoy lo rinden a la divinidad de un Rey que no es chantajeable, ¡porque la Constitución lo hace inviolable! Un director de Prensa reclama en Antena 3 más fastos, para que la conmemoración ¡no parezca clandestina! Otro pide en Tele 5 que no se investigue el paradero de los doce mil millones dados por De la Rosa a Prado, «aunque existiera materia para ello», ¡porque el Rey es irresponsable! Esta impúdica algarabía emocional, sin el menor asomo de sensatez política ni de sentimiento monárquico, ha transmitido al inconsciente colectivo una sensación de pánico cerval a la verdad.

     ¿Cómo puede ser libre un pueblo cuyas élites sociales y políticas no toleran que se hable con respeto y libertad sobre errores del jefe del Estado? ¿Cómo se puede ser un hombre libre sin atreverse a pensar y decir que el error Armada, el error Conde, el error De la Rosa y el error Prado son graves torpezas políticas del Rey? ¿Cómo puede ser veraz la historia del 23-F sin interpretar con sentido común el telex del Rey a Milán del Bosch, que ABC reproduce (23-ll-95), diciéndole de madrugada: «después de este mensaje ya no puedo volverme atrás»? ¿Por qué no se debe criticar la imagen de identificación personal del Rey con un gobernante tan inmoral como Felipe González? ¿Por qué no extrañarse de que no condene la corrupción y los GAL, por encima de partidos y de gobiernos? Si tanta autoridad y tanto prestigio tiene el Rey ante los jefes del nacionalismo vasco y catalán, ¿por qué no se declara contrario, en nombre de la unidad de España, al derecho de autodeterminación que no cesan de reclamar? ¿Cómo se puede pensar que somos libres y que tenemos una democracia, cuando se necesita mucho valor, o total indiferencia ante el poder, para plantear cuestiones tan elementales? La verdad está siendo insensatamente sofocada y provocada. El humillante servilismo de todos ante las mentiras del poder hace nacer, en los esclavos de la verdad, el impulso irreprimible y el derecho de los hombres libres a proclamarla.

Publicación de Fernando Go en el grupo de facebook del MCRC:

EL NACIONALISMO DESTRUYE LA SOCIEDAD CIVIL

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10 de Julio de 2006.

Antonio García-Trevijano Forte

 

     Todos recuerdan el nacionalismo totalitario que encarnaron los Estados de Italia y Alemania, pero hoy se quiere ignorar que los tipos de nacionalismo parcialitario (separatista, federalista y autonomista), cuyo desarrollo ha propiciado la Monarquía de Partidos, participan de las mismas creencias, sobre comunidad y sociedad, que dieron el poder absoluto al fascismo y al nazismo en el contexto ideológico de la lucha de clases.

     Los nacionalistas adoran la lengua y la cultura autóctona, en tanto que creaciones naturales de la comunidad orgánica de cada pueblo, mientras que temen la libre competencia en una economía de mercado, porque la consideran expresión del contractualismo internacional de la sociedad civil. En consecuencia, solo un autogobierno orgánico, que sustituya la sociedad civil por la comunidad nacional, puede armonizar las clases y categorías sociales, dando a los individuos un sentimiento de identidad común por su pertenencia a la comunidad de cada parcela autónoma del Estado. La economía nacional es la aspiración de todo nacionalismo.

     Sin ruptura de la dictadura, el renegado Suárez pudo gobernar mientras tuvo en sus manos legalidades y monopolios que regalar a los partidos y a los nacionalistas que se opusieron a la democracia orgánica, sin saber que aspiraban a ella. A los partidos los hizo órganos estatales. A los nacionalistas les concedió comunidades autónomas. Es decir, a los partidos nacionales los metió en el mismo Estado orgánico que antes lo identificaba el partido único, y a los partidos regionales también los hizo estatales al configurar las Autonomía como órganos del Estado, dotados de competencias para organizar economías y culturas locales. La corrupción ha sido el medio más rápido de acumular capital autónomo.

     La continuidad de la barbarie orgánica de la dictadura, en la Monarquía de Partidos y de Comunidades Autónomas, ha provocado el desarrollo de todo lo orgánico en detrimento de la sociedad civil, que prácticamente ha dejado de tener conciencia de sí misma. Y Zapatero, sin representación de la sociedad civil en el Parlamento, puede gobernar, como Suárez, con el apoyo de los nacionalistas, a quienes regala la promesa de autogobierno en Cataluña y de autodeterminación en el País Vasco.

     Por ignorancia, o por supervivencia en los medios donde desarrollan su actividad, los intelectuales no interpretan la profundidad fascista del atentado a la sociedad civil que realizan los nacionalismos. En este desierto de civilización, la autonomía catalana expresa la ambición orgánica de su capital financiero. Y el autogobierno vasco, la de su capital industrial.