El sueño de Fiódor Dostoyevski – La Edad de Oro

Claude Lorrain - Acis yGalatea

     «Y tuve un sueño absolutamente inopinado, porque nunca he tenido sueños parecidos. Hay en Dresde, en el museo, un cuadro de Claude Lorrain que el catálogo titula Acis y Galatea; yo siempre lo he llamado «La Edad de Oro», pero ignoro por qué. Lo había visto anteriormente y esta vez, tres días antes, lo había vuelto a ver al pasar. Vi pues en sueños aquel cuadro, solamente que no en pintura, sino como una realidad. Por lo demás no sé exactamente lo que vi así; como en el cuadro, un rincón del Archipiélago, hace más de tres mil años; olas azules y acariciadoras, islas y rocas, una costa florida, a lo lejos un panorama portentoso, una puesta de sol seductora… imposible expresar eso en palabras. Es la humanidad europea que se acuerda de su cuna: esa idea llenó mi alma de un amor filial. Estaba allí el paraíso terrestre de la humanidad: los dioses bajados del cielo y apareciéndose ante los hombres… ¡Oh, cuán hermosos eran aquellos hombres! Se levantaban y se dormían dichosos a inocentes; los prados y los bosquecillos se llenaban con sus cánticos y con sus gritos gozosos; una inmensa abundancia de energías vírgenes se derramaba en amor y en ingenua alegría. El sol los inundaba de calor y de luz, admirando a aquellos hijos maravillosos… ¡Sueño maravilloso, sublime aberración de la humanidad! La edad de oro es el sueño más inverosímil de todos los que hayan existido jamás, pero por él ha habido hombres que han dado toda su vida y todas sus fuerzas, por él han muerto o han sido sacrificados los profetas; sin él, los pueblos no quieren vivir y no pueden ni siquiera morir. Y toda esa sensación la viví en aquel sueño; las rocas y el mar, los rayos oblicuos del sol poniente, todo aquello, me parecía seguirlo viendo aun cuando me desperté y abrí los ojos literalmente bañados en lágrimas. Yo era dichoso, me acuerdo de eso. Una sensación de felicidad nunca experimentada atravesó mi corazón hasta el punto de hacerse dolorosa; era un amor a toda la humanidad. Caía ya completamente la atardecida; a través del follaje de las flores colocadas en la ventana, un haz de rayos oblicuos golpeaba el vidrio de mi habitacioncita y me inundaba de luz. Pues bien, amigo mío, pues bien, ese sol poniente del primer día de la humanidad europea, que yo había visto en mi sueño, se transformó de pronto para mí, en cuanto me desperté, en una realidad, en sol poniente del último día de la humanidad europea. En aquel momento sobre todo se oía redoblar sobre Europa un toque de difuntos. No quiero hablar solamente de la guerra, ni de las Tullerías; yo sabía, sin el sueño, que todo aquello pasaría, toda la faz del viejo mundo europeo, tarde o temprano; pero yo, como tal europeo ruso, no podía admitirlo. Sí, acababan entonces de quemar las Tullerías… ¡Oh!, estáte tranquilo, ya sé que eso era «lógico». Y comprendo muy bien el poder irresistible de la idea corriente, pero, como representante del alto pensamiento ruso, yo no podía admitirlo, porque el alto pensamiento ruso es la conciliación universal de las ideas. ¿Y quién habría podido comprender entonces aquel pensamiento en el mundo entero?: yo estaba solo y errante. No hablo de mí personalmente, sino del pensamiento ruso. Allá abajo había combate y lógica; allá abajo el francés no era más que francés; el alemán, alemán, y eso con una intensidad más fuerte que nunca en el curso de toda su historia; por consiguiente, jamás el francés ha hecho tanto daño a Francia, ni el alemán a su Alemania que en aquella época. En toda Europa no había entonces un solo europeo. Yo solo, entre todos los íncendiarios, podía decirles a la cara que sus Tullerías eran un error; yo solo entre todos los conservadores-vengadores podía decirles a los vengadores que las Tullerías eran un crimen sin duda, pero no por eso dejaban de ser lógicas. Y eso, pequeño mío, porque sólo, en tanto que ruso, era yo entonces en Europa el único europeo. No hablo de mí, hablo de todo el pensamiento ruso. Yo estaba errante, amigo mío, yo estaba errante y sabía muy bien que no me quedaba otra cosa que hacer sino callarme y vagabundear… Pero a pesar de todo, yo estaba triste. Es que, hijo mío, no puedo dejar de respetar mi nobleza. ¿Te ríes, verdad?

     -No, no me río – declaré con voz conmovida -. No me río lo más mínimo: usted ha trastornado mi corazón con su visión de la edad de oro, y esté convencido de que empiezo a comprenderlo. Pero lo que me hace más dichoso es que usted se respetara tanto. Me apresuro a declarárselo. ¡Jamás habría esperado eso de usted!

     -Ya lo he dicho que me gustan tus exclamaciones. querido mío – sonrió de nuevo a mi ingenua observación, y, levantándose de su butaca, empezó, sin darse cuenta de ello, a recorrer la habitación de arriba abajo. Yo me levanté también. Continuó hablando con su extraño lenguaje, pero con una extremada penetración de pensamiento.

     -Sí, pequeño mío, te lo repito, no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el de sufrir por el mundo. Ése es un tipo ruso, pero, como está tomado en la categoría más cultivada del pueblo ruso, tengo por tanto el honor de pertenecer a él. Contiene en sí el porvenir de Rusia. Tal vez no somos más que un millar de individuos, quizá más, quizá menos, pero toda Rusia no ha vivido hasta ahora más que para producir este millar. Se dirá que es poco, se escandalizarán de que para producir un millar de hombres se hayan gastado tantos siglos y tantos millones de individuos. Según yo, no es poco.

     Yo escuchaba con esfuerzo. Veía aparecer la convicción, la tendencia de toda una vida. Aquel «millar de hombres» lo traicionaban por entero. Yo me daba cuenta de que ese exceso de expansión conmigo procedía de una sacudida exterior. Él me decía todas aquellas palabras calurosas porque me quería; pero la causa por la que de repente se había puesto a hablar y por la que había querido hablarme, precisamente a mí, seguía siéndome desconocida.

     -Emigré – prosiguió – y no eché de menos nada de lo que dejaba detrás de mí. Todas las fuerzas que yo tenía las había puesto al servicio de Rusia mientras había vivido en ella; una vez alejado, continué sirviéndola, solamente que agrandando mi idea. Pero, al servirla así, la servía infinitamente mejor que si hubiese sido sencillamente ruso de pies a cabeza, como el francés de entonces no era más que francés, y el alemán, alemán. En Europa seguirán sin comprender esto. Europa ha creado los nobles tipos del francés, del inglés, del alemán, pero de su hombre futuro ella no sabe todavía casi nada. Y creo que todavía no quiere saber nada de esto. Es comprensible: ellos no son libres, mientras que nosotros somos libres. Yo solo en Europa, con mi aburrimiento ruso, era entonces libre.»

EL ADOLESCENTE – Fiódor Dostoyevski